Por Martha Corcho Ramos
Comunicadora social-periodista (grupo Re-Korridos)
La cita fue en la plaza principal de Usme a las 8 de la mañana. Allí llegamos todos, 32 personas, incluido un hijo de la Madre Patria que por estos días nos visita. Un viejo Renault 12, un campero Trooper y dos camionetas nos transportaron hasta el sitio donde empezaría la caminata. El destino: el santuario de flora y fauna Lagunas de Bocagrande, en el páramo del Sumapaz, ese acuífero gigante ubicado a más de 3.600 metros de altura que Dios le regaló a Bogotá para que nunca le faltara el agua.
Antes de partir vinieron el calentamiento y las advertencias de rigor: “Debemos seguir siempre al guía y no separarnos del grupo; en el páramo el clima es muy variable y en cualquier momento puede llover o cubrirse de niebla y dificultar la visibilidad”, decía Hugo, uno de los responsables de la ruta que cumpliríamos ese día por la geografía de Cundinamarca, como todos los domingos.
Apenas habíamos empezado a caminar cuando ya el grupo se había fraccionado. Los más ágiles nos habían tomado una ventaja de unos 50 o 60 metros y una menuda llovizna empezaba a caer. Confieso que empecé a preocuparme cuando miré hacia adelante y a tan corta distancia casi no alcanzaba a verlos; la niebla se había venido encima y los cubría casi por completo, y eso que estábamos arrancando. Pero rápidamente volvió a despejarse y todo continuó normal. Al menos por un rato.
Seguimos en fila india por un estrecho camino claramente definido, y un rato después, luego de pasar la primera de muchas quebradas hermosas y bañadas por aguas cristalinas que encontraríamos en nuestro recorrido, aparecieron ante nuestros ojos los primeros frailejones. Esa planta propia del páramo, entre mítica y sagrada, que actúa como un depósito de agua y cuyas semillas la naturaleza únicamente plantó en Colombia, Venezuela y Ecuador. ¡En ninguna otra parte del mundo! Su nombre científico es Espeletia, en honor del virrey José Manuel de Ezpeleta, que gobernó la Nueva Granada a finales del siglo XVIII. Pero el nombre popular también tiene su historia. Según la leyenda, en tiempos lejanos alguien le encontró una gran similitud con un fraile o monje agachado y desde entonces se llamaría frailejón.
Esta planta –de la que existen 73 especies reconocidas– se caracteriza por sus penachos de hojas peludas, o más bien lanosas, de un tono entre verdoso y plateado, perfectamente organizadas en el extremo superior de un tronco robusto y forrado por las hojas muertas, que a pesar de ello no se desprenden, sino que se descuelgan y se quedan allí como protegiéndolo y sirviéndole de hogar a otras especies, formando así una simbiosis única. La mayoría no supera el metro de altura aunque algunas variedades alcanzan casi los dos metros. Sus flores tienen un gran parecido con las del girasol, pero son más pequeñas. En la inmensidad del Sumapaz, los frailejones son los reyes y se ven por doquier como motas enormes.
¡Lagunas a la vista!
A lo lejos nos esperaban las montañas que más tarde debíamos atravesar para descubrir detrás de ellas las primeras lagunas, las del Rincón. Allí estaban ante nuestros ojos. En el primer instante la luz del sol las iluminaba y las hacía resaltar como espejos regados por la planicie. Unas muy pequeñas, casi minúsculas, un poco más grandes otras y medianas unas más. Tres, cinco, siete, dicen que diez, no sé, no las conté, pues una fuerte ráfaga de viento comenzó a azotar con tanta fuerza que amenazaba con hacernos volar y la niebla, acompañada de una llovizna insistente, regresó para cubrirlo todo nuevamente.
Los guías ordenaron esperar a que despejara para continuar la marcha. En las condiciones del momento era imposible y muy riesgoso seguir. Pero el páramo, una vez más, demostró lo impredecible que es. Rápidamente aclaró y recibimos la orden de reiniciar el viaje. Ya no había un camino, sino una interminable esponja en partes verde y en partes multicolor de la que brotaba abundante agua con cada pisada, como si llorara por la presión de 32 pares de pies. Pero no teníamos otra opción, era la única manera de llegar hasta la siguiente montaña que nos esperaba impasible. Una subida brusca pero corta, de inmediato una bajada similar y un breve descanso para recargar baterías para el último tramo que nos llevaría a la laguna de Bocagrande, una reserva de aguas diáfanas, azulosas y heladas acomodada al pie de una colosal montaña de escasa vegetación que, como un corpulento centinela, la protege eternamente.
Una imagen hermosa, inolvidable, aunque duró poco tiempo, pues en tan solo unos minutos, de aquel gigante casi no quedaba nada ante nuestra vista. La neblina lo arropó totalmente y poco después hizo lo mismo con la laguna.
Solo hubo tiempo para las fotos que nos ayudarán a mantener vivo en nuestras memorias el recuerdo de tan maravillosa experiencia, un almuerzo ligero (con lo que llevábamos en nuestros morrales) y poco después los guías dieron la orden de regresar. Pero a solo unos pasos, en la ruta de retorno, estaba otra laguna grande y de singular belleza; unos escasos minutos para admirarla y seguir. La tarde estaba avanzando y la niebla era cada vez más densa, y nos esperaban tres horas de camino para llegar al sitio donde nos recogerían los carros, el mismo donde empezó el itinerario de ese día.
En los vehículos debíamos andar unos 45 minutos más para llegar de nuevo a Usme, pero no contábamos con un verdadero imprevisto: hacia la mitad de ese tramo, un espigado eucalipto había llegado a su final, pero no encontró mejor lecho para morir que la carretera. Allí quedó atravesado de lado a lado después de haber sido derribado, seguramente, por un fuerte viento impidiendo el paso de los automotores. Esta fue la nota divertida del día, pues los hombres, haciendo gala de su fuerza y pericia, sin emplear ninguna herramienta porque no la había, lograron arrancarle varias ramas gruesas y abrir paso después de unos 25 minutos de luchas y maniobras.
Así terminaba este que para los que estábamos ahí era un sueño que por fin habíamos podido cumplir: conocer el exuberante y hermoso páramo del Sumapaz, con el cual Dios bendijo a Colombia, un verdadero prodigio de la naturaleza, que le regala a los habitantes de Bogotá el agua fresca y pura que recoge con cada lluvia a través de los frailejones y otras plantas para devolverla por las distintas quebradas que lo surcan, entre ellas La Regadera, una de las fuentes que surten el acueducto capitalino.
Por esta razón, y porque es el hábitat de innumerables especies animales y vegetales que solo se dan en este tipo de ecosistemas, como el frailejón, que únicamente crece alrededor de un centímetro por año, por lo cual tarda mucho tiempo en formarse, todos debemos ser ‘guardapáramos’, no solo para ayudar a cuidarlos y protegerlos, sino para crear conciencia en los demás sobre su importancia.
Enemigos al acecho
Estar allá en medio de tan exótico paisaje me hacía sentir una doble sensación: por un lado pensaba que todos los colombianos deberíamos tener la oportunidad de conocerlo, pero cuando pienso en la poca conciencia que se tiene sobre la protección a la naturaleza me convenzo de que lo mejor es evitar tantas visitas. Así se evita también su destrucción.
Es claro que este ecosistema tiene muchas amenazas. Me impresionó y me preocupó mucho haber encontrado rastros de la presencia de ganado vacuno en pleno páramo. Las vacas no solo se comen las plantas, sino que las tumban a su paso, compactan el suelo con sus pezuñas y, además, en su estiércol llevan semillas de otras zonas donde han pastado anteriormente y así introducen especies foráneas que también pueden poner en peligro el equilibrio ambiental de la zona.
También está la agricultura, muy cerca. De hecho, esta le ha robado terreno al páramo y si las autoridades no toman medidas drásticas, quizá muy pronto, en vez de frailejones encontremos sembradíos de papa y ganadería.
Y si las visitas guiadas se siguen haciendo de manera indiscriminada y sin reglas e instrucciones claras sobre los cuidados que se deben tener para caminar por un medio tan delicado, los mismos amigos de la naturaleza podemos causar un deterioro grave. Durante nuestra caminata fue notoria la huella de destrucción que dejamos; como dije anteriormente, durante un gran tramo debimos andar sobre ese hermoso musgo que le sirve de piel al páramo, en el que resaltan distintos tonos de verde, amarillo, rojo y fucsia, y que iba quedando hundido en su propio fango bajo los 32 pares de pies.
Se necesita mayor conciencia ecológica de la población para entender la importancia de los páramos, así como actuaciones serias de las autoridades para protegerlos y evitar que esas esponjas naturales terminen en la triste lista de los tesoros ecológicos que un día tuvimos y que ya no existen.